“Dos hombres venían con los pies abajo, en el agua, y gritaban: ‘Ayúdennos’, y de pronto vimos que uno se perdió hacia abajo y después halaron al otro. Se los comieron los tiburones”.
Por Néstor Raúl Bautista. Editor de Mundo
Un recorrido de 150 kilómetros en un mar lleno de tiburones,
bajo un intenso sol y una marea peligrosa. Así es el camino que separa a La
Habana del sur de Florida, en Estados Unidos, un país al que miles de cubanos
quieren llegar, así sea con el riesgo de morir.
Hace diez años, en agosto de 1994 y en unos 25 días, por lo menos
36.000 cubanos se lanzaron al mar en precarias balsas, botes robados o
cualquier cosa que flotara, huyendo desesperados de la profunda crisis en la
isla.
Durante la llamada Crisis de los Balseros murieron miles de cubanos, no
se sabe cuántos con exactitud. Pero otros, como Suany Sánchez, lograron llegar
a Estados Unidos. Suany le contó su historia a El Pais.
“En Cuba vivía con mis papás. Estudiaba en el magisterio y trabajaba en
una peluquería. Tenía 18 años y decidí irme porque no me gustaba el sistema.
No me sentía libre de expresión, de decir lo que sentía y hacer lo que sentía.
Todo era manipulado: que si el comité esto y lo otro, y te dirigían aquí y
allá.
Si quería trabajar, por ejemplo en la peluquería, y no iba a los grupos
de la plaza de la revolución, me mandaban ir obligatoriamente o sino me
botaban del trabajo.
Yo quería sentirme libre de expresión y allí oprimían mucho. Tenía que
tener cuidado con lo que hablaba en el barrio porque, o sino, podían
chivatearte ante el comité.
Si decías algo indebido o tenías familia en EE.UU. y ellos enviaban
algo, había que tener cuidado con lo que se decía.
Si hablaba por teléfono tenía que estar pendiente que no me grabaran la
conversación. No se podía hablar nada de la revolución y no se podía decir:
‘Me quiero ir’, porque llegaba la Policía y te llevaban preso.
Me fui en agosto 20 de 1994. Ya lo teníamos planeado desde junio para
irnos.
En la balsa veníamos 19. Todos del mismo barrio donde vivíamos, de la
misma cuadra. Cuatro mujeres y dos niños, los demás eran hombres.
Salí con una familia. Le dije a mi mamá a último momento y ella me dijo:
‘Tú eres mayor de edad y puedes irte, es tu decisión’.
Veníamos preparando la balsa de gomas de tractor y espumas. La hicieron
los hombres y el día que ellos dijeron, ese agosto 20, nos fuimos para la
costa, a un lugar que se llama Santa Cruz del Norte. Salimos por la costa
Cayuelo.
En ese momento traíamos dos tanques de agua y se nos rompió uno porque
nos tocaba pasar por mucho manglar.
Tuvimos que esperar de nuevo para ir a Jaruco, donde vivíamos, para
traer otro. Era de madrugada. Nos montamos en la balsa, nos amarramos unos a
otros y los hombres empezaron a remar.
Me acuerdo que una noche empezó a llover muy duro y las olas eran muy
grandes. De pronto nos subían muy alto y nos bajaban... nos iban dando tumbos,
entre olas y olas.
Teníamos balsas de repuesto y las pusimos para que nos equilibraran.
Hacía mucho frío. Estábamos muy nerviosos, pero seguíamos dando remo.
Muchos de los hombres de tanto remar estaban sangrando por las manos.
Les rompimos las camisetas y se las amarramos para taparles las heridas.
Pero llegó un momento en que no podían remar más y decidimos estar a la
deriva, como un día a sol, agua y sereno.
Por las noches oíamos gritos de gente: ‘Ayúdennos, ayúdennos...’, pero
nos costaba trabajo llegar a ellos.
Muchas veces decidimos no llegar, porque nos habían dicho que si uno se
acercaba, te quitaban la balsa y te ahogaban para ellos seguir. Y entonces no
nos acercamos mucho.
Un día vimos en una balsa a un señor que venía con otro muchacho. Con
los pies para abajo, en el mar. La barca de él no era como la de nosotros, que
tenía espuma y no nos mojábamos los pies, sólo con las olas.
Esos dos hombres venían con los pies abajo, en el agua, y gritaban: ‘Ayúdennos’,
y de pronto vimos que uno se perdió hacia abajo, como que se cayó y después de
pronto como que halaron al otro.
Después ya los vimos por pedacitos... no quiero recordar esto, me da
mucha tristeza.
Como a las dos horas vimos un brazo, un pie, pedazos de cuerpos... me
imagino que eran de esos mismos muchachos que se los habían comido los
tiburones.
Uno de los momentos más alegres en la travesía fue cuando estábamos de
día y los delfines nos seguían delante de la proa de la balsita y en un
momento le tocamos el hocico a uno de ellos. Le rezábamos mucho a Dios para
que no se fueran los delfines porque sabíamos que si se iban, llegaban los
tiburones.
Entonces le rezábamos a Dios y a la Virgen de la Caridad, para que
llegáramos sanos todos.
Estuvimos cuatro noches y media en la travesía. Ya no podíamos más. Los
hombres no podían remar, el agua y la comida se nos habían acabado, hasta que
llegaron los guardacostas y nos llevaron a Guantánamo (una zona de Cuba
manejada por EE.UU.).
Allá nos agruparon por campamentos. Yo estaba en el M-1. Nos pusieron
en carpas de lona, como militares. A cada uno nos daban un cubo con una toalla,
papel, una hoja de afeitar, y una colcha para taparnos.
En la carpa éramos más de 30 personas. Intentamos agruparnos con los
del viaje, pero las mujeres estaban en una carpa y los hombres en otra.
Estuve trece días porque llegaron muchos cubanos y nos enviaron a
Panamá. Allá estuve seis meses hasta que por fin llegué a EE.UU. el 6 de enero
de 1995.
Estoy en un país que me ha dado todo. Fue triste porque supimos que
muchas personas no llegaron, de muchos que murieron, pero a la vez estábamos
alegres porque llegamos.
Valió la pena porque podemos exponer todo lo que queramos: ‘No quiero a
Bush, no quiero a Clinton’, se puede decir lo que uno piensa.
Me casé en el 96. Me dieron la ciudadanía a los cinco años de estar acá
y ahora tengo una peluquería en Miami. Mi mamá y mis hermanos están allá. Uno
de ellos intentó venir en una balsa, pero lo cogieron.
Yo creo que no va a volver a suceder una crisis como la que pasé”.
Este es el relato de otro de los 36.000 cubanos que salieron de su país
hace diez años. En esa época tenía 32 años de edad y una familia, pero pocas
oportunidades de surgir. Ahora tiene un trabajo estable en Estados Unidos.
Pablo García escribió para EL PAIS su experiencia de hace diez años:
“Mi nombre es Pablo García. Salí de Cuba el 7 de agosto de 1994 en
compañía de mi esposa, mis dos hijas de 8 y 13 años, mi mamá, mi papá, mi
hermano, mi hermana y 30 personas más, como amigos de la familia.
Salimos de la desembocadura del río Almendares en La Habana, donde
comienza el Malecón.
La salida estaba en espera varios meses atrás, desde que mi padre
compró junto con otros amigos un barco de 37 pies en el pueblo de Cárdenas,
provincia de Matanzas, supuestamente para pescar, aunque las autoridades nunca
le dieron el permiso para salir al mar.
En Cuba tienes que estar autorizado, tener carné de pesca y por
supuesto ser miembro del Partido Comunista para poder salir en una embarcación
a pescar.
Al barco se le adaptó un motor de camión soviético mac-500 de petróleo
y funcionaba perfecto, sólo se podía probar y navegar dentro del río.
Después de los acontecimientos del 5 de agosto del 94, cuando la gente
se tiró a la calle y el gobernante Fidel Castro dijo que no protegería las
costas de los que quisieran salir de Cuba, nos reunimos temprano en la mañana
en la Puntilla, un sitio en la costa a la salida de río y esperamos a que el
barco nos recogiera.
Los guardias en la salida del río, al ver el barco navegando hacia
fuera, le hicieron señas con la mano para que diera la vuelta hacia adentro,
hacia el río.
“Estoy en un país que me ha dado todo. Fue triste porque muchos murieron, pero a la vez estábamos alegres porque llegamos”. |
Tony, el que manejaba el barco, les hizo señas con la cabeza
afirmativamente, pero en vez de eso aceleró a todo dar y fue al encuentro de
todos nosotros, que los esperamos escondidos entre las hierbas y rocas de la
orilla.
Cuando “El Bucanero" (así se llamaba el barco) se pegó a un muro que
había en la orilla, empezamos a subirnos, “primero las mujeres y los niños”,
decíamos los hombres en el grupo, y todos, muy nerviosos, nos subimos al barco
que, acelerando hacia atrás, se disponía a enfilar hacia el norte.
Pero Tony se dio cuenta de que su hijo de 17 años no había llegado
todavía y no estaba en el barco. “Se jodió esto”, dijo Tony, desacelerando el
motor del barco, “Toñyto (el hijo) no ha llegado y no me voy sin él”, gritó.
En medio del susto y la gritería de todos tratando de convencer a Tony
de irnos de allí, se apareció corriendo Toñyto con dos viejitos como de 70
años (creo que eran sus abuelos) y gritando que los esperaran.
De un acelerón, Tony viró el barco con tanta fuerza que le pegó
durísimo al muro de concreto.
El barco se estremeció, pero el muchacho y los ancianos ya estaban
montados por la proa.
El barco dio un giro y a toda velocidad partió rumbo hacia el norte,
mientras varias personas que estaban en el malecón de La Habana, al otro lado
del río, gritaban y aplaudían.
Después nos enteramos por uno del grupo que se quedó dormido y no llegó
a tiempo al barco, que la policía se llevó presos a mucha de esa gente que se
puso a gritar en contra del Gobierno y de Fidel.
A los pocos minutos de haber salido, mi hermano Adalberto y yo vimos a
lo lejos una gran columna de agua que se acercaba y nos dimos cuenta de que
era la Griffith, como le dicen a la lancha rápida guardafrontera cubana. Es un
barco de guerra como de 80 pies con ametralladoras y de una velocidad tremenda.
La Griffith se nos tiró encima y nos pasó a centímetros del barco
nuestro.
Tuvimos que aguantarnos fuertemente por el tremendo oleaje que provocó
y que por poco nos hunde.
Navegando al lado de nosotros, los militares nos gritaban que nos
detuviéramos, que no íbamos a ir a ningún lado. Les gritábamos que el barco
era de nosotros y que no nos íbamos a detener.
Yo le grité a uno de los guardias que si no había escuchado lo que
Fidel había dicho, pero me respondieron: “No me importa, paren el barco”.
Mientras el maquinista, al parecer un oficial, enseñaba un fusil AK-M para
intimidarnos.
En varias ocasiones se nos acercaron con intención de abordarnos, pero
Ortega y otros que venían en la proa les advirtieron que si saltaban los
íbamos a lanzar al agua.
Yo pienso que no nos hundieron (como hicieron con el remolcador 13 de
Marzo) porque era de día y todavía se veían los edificios altos de La Habana.
Pero esa era su intención porque amarraron una soga gruesa y larga a la popa
de la Griffith y la lanzaron al mar para pasarnos por delante una y otra vez (por
más de una hora) con la intención de que la soga se enredara en la propela de
nuestro barco.
Si esto hubiera ocurrido nos hubieran volcado la embarcación por la
gran fuerza del barco de ellos.
Ellos lo sabían y pasaban una y otra vez. Tony los trataba de evitar,
pero cuando la soga venía por debajo de “El Bucanero”, Tony paraba el motor y
uno que iba con nosotros que era mecánico aguantaba con las manos la barra de
transmisión que salía del motor, para que la propela no girara y no atrajera
la soga, mientras mi hermano y yo, que estabamos en la popa, empujábamos la
soga hacia el fondo con una barra larga.
Así nos mantuvieron hostigándonos por más de una hora, viendo el barco
lleno de niños, mujeres y ancianos sin importarles nada, hasta que una última
ocasión que venían a pasarnos por delante Tony aceleró al máximo “El Bucanero”
y viró para el otro lado. O nos dejaban pasar o nos estrellábamos contra ellos.
Se dieron cuenta de lo que iba a suceder y de que estábamos decididos a
todo y a toda máquina retrocedieron, mientras el maquinista movía la cabeza de
un lado a otro como no creyendo lo que veía. Nos tenía que dejar ir.
El barco guardacosta cubano se quedó parado en medio del mar mientras
nosotros nos alejábamos con susto y alegría a la vez.
Hacía como veinte minutos que nos habíamos alejado cuando vimos a lo
lejos un barco blanco que se alejaba.
Le hicimos señales con un cristal de la ventanilla del barco y al poco
rato se nos acercó un tremendo yate de varios pisos de unos americanos que nos
preguntaron varias cosas y llamaron a los aviones de Hermanos al Rescate.
El yate se fue y al poco rato tres avionetas estaban sobrevolándonos.
Tremenda alegría se siente cuando estás en medio del mar, cuando uno se siente
desamparado y después de haber pasado todo lo que pasamos ver esos aviones de
Miami con cubanos (y pilotos de otros países también) que venían a ayudarnos,
se siente increíble.
De los aviones nos tiraron agua, una radio con la que pudimos
comunicarnos con ellos y después nos indicaron dónde se encontraba el
guardacosta americano.
Las avionetas no se fueron de nuestra área hasta que nos acercamos al
barco americano. Siempre estaremos agradecidos con esta organización, por lo
que hicieron por nosotros y por todos los cubanos que se han lanzado al mar
para buscar libertad y prosperidad en los Estados Unidos, lejos de un sistema
que mantiene al pueblo de espaldas al mundo, engañado hace 45 años con
promesas falsas de un futuro mejor que nunca llegará.
El barco americano nos trasladó a Cayo Hueso, donde nos recibieron en
la Casa del Balsero, otra organización de la que estamos muy agradecidos, que
nos proveyó de ropa, comida, albergue y transporte para llegar a Miami al otro
día, donde nos dieron el “parol”, un documento temporal para empezar la nueva
vida en los Estados Unidos, hasta que nos hiciéramos residentes y ciudadanos
más adelante.
Después de diez años he tenido en todos los trabajos y oficios que se
puedan imaginar: he pasado como todo inmigrante por momentos duros de verdad,
pero he aprovechado también las oportunidades que da este país.
No me arrepiento nunca de haber venido a este país. Si tuviera que
lanzarme al mar para llegar aquí, lo haría otra vez”.
“Fue una tragedia humanitaria”
“La Crisis de los Balseros fue definitivamente una tragedia humanitaria
de una envergadura y dimensión tremendas, que costó quién sabe cuántas, pero
serían miles de vidas en el estrecho de la Florida. Nunca vamos a saber
cuántas personas han perecido escapando del país, pero sí podemos pensar que
han sido muchísimas”, dice Ramón Saúl Sánchez, presidente del Movimiento
Democracia.
Sánchez lidera la entidad de derechos humanos que ayuda a cubanos y
haitianos, y que en algunas ocasiones han recogido a balseros o informado sus
posiciones para que sean salvados.
“En algunas ocasiones el Gobierno de Cuba ha manejado la situación de
los balseros para sentar a EE.UU. en la mesa de conversaciones y lograr
concesiones”, agrega Sánchez, diciendo que eso fue lo que sucedió en agosto de
1994.
“Esta es una tragedia que ha durado 45 años y que en 1994 tuvo uno de
los puntos más graves, fue uno de esos momentos cuando se han perdido más
vidas de personas buscando la libertad”, indica Sánchez.
José Basulto, líder de Hermanos al Rescate, una entidad con la que un
grupo de aviadores se encargaba de sobrevolar las costas y encontrar a los
balseros para que fueran rescatados, también recuerda esos días.
“En el año 94 tuvimos una gran actividad. Todos los pilotos vieron
casos horribles, como tiburones alrededor de una balsa vacía de la que se
acababan de comer a los tripulantes. De eso hubo unos cuantos casos”, recuerda
Basulto.
“Pero también vimos cosas muy bonitas. Teníamos pilotos de 18
nacionalidades y salvamos varias vidas. Como un grupo en particular, en donde
dos habían muerto y otros estaban a punto de morir. Llevaban más de una semana
en un pequeño cayo donde se habían varado y los encontramos”, agrega.
La periodista Nancy Pérez Crespo, directora de Nueva Prensa Cubana, en
Miami, opina “que Castro cada diez años necesita abrir la válvula de escape a
la gente por la represión al pueblo cubano”.
“Todo eso fue la consecuencia de la crisis económica con la caída de la
Unión Soviética, cuando Cuba pierde un subsidio de seis mil millones de
dólares anuales y entonces las necesidades económicas aumentan”, dice Pérez
Crespo.
“Luego, el 5 de agosto de 1994, hubo un estallido social de jóvenes y
personas que gritaron en contra de Castro. A eso se le llamó el Maleconazo.
Tenían que meter a la cárcel a muchos jóvenes y por eso mejor los dejaron
escapar y permitieron que la gente saliera en las balsas hacia el mar”,
concluye la periodista.
Estadísticas
- El potencial migratorio de Cuba fue estimado a fines de la década
pasada
entre 490.000 y 700.000 personas, según fuentes del Centro de Estudios
de
Migraciones Internacionales de la Universidad de La Habana.
- En 1994, el gobierno de Fidel Castro, que normalmente prohíbe la
salida de personas, se hizo de la vista gorda, en una medida que muchos creen
estaba destinada a forzar a Estados Unidos a negociar acuerdos migratorios.
- La Habana y Washington terminaron por llegar a un acuerdo el 9 de
septiembre
de ese año, por el cual se estableció entregar 20.000 visas a cubanos
por año, y Castro volvió a apretar las tuercas sobre la migración ilegal.
- Actualmente existen traficantes que se movilizan en lanchas rápidas y
exigen pagos de entre US$3.000 y US$10.000 por pasajero.
- Medios de prensa registran sistemáticamente el arribo de balseros a
costas y cayos de Florida, pero también a países centroamericanos e islas del
Caribe, muchas veces arrastrados por las corrientes marinas