Posted on Thu, Apr. 04, 2002 story:PUB_DESC
El canciller incómodo

 
Haber despertado de los mitos de la revolución, del guevarismo, del maoísmo y de toda la amplia gama de estalinismos embrutecedores y genocidas no equivale a la resignación, sino a la maduración y sensatez. Ese es el despertar que parece haber experimentado el actual canciller de México, Jorge Castañeda, como atestiguan sus libros La utopía desarmada y La vida en rojo, la mejor biografía que se ha escrito de Ernesto Guevara, la Evita de los cubanos. Pero en América Latina aún abundan los que no despiertan de esos viejos mitos y, sobre todo, los que viven a costa de ellos. Entre estos últimos se hallan Fidel Castro y sus secuaces. Que nadie se asombre, entonces, de la brutal campaña de descrédito que han emprendido contra Castañeda desde la impunidad de su feudo caribeño.

Los antecedentes históricos de la vendetta castrista contra Castañeda hay que rastrearlos en esas dos obras y, en particular, en la biografía de Guevara, en la que la minuciosa constatación de sus fracasos como guerrillero, economista, padre de familia y líder de masas opaca los tibios elogios del personaje. Pero nada de esto habría provocado la enconada ira de Castro, que conoció bien a Guevara y probablemente comparte el juicio crítico de Castañeda. Lo que con seguridad desató su ira fue la conclusión del libro de que ``es probable que Fidel Castro hubiera resuelto que un Che mártir en Bolivia servía más a la revolución que un Che vivo, abatido y melancólico en La Habana. Uno permitía crear un mito, avalar decisiones cada día más engorrosas, construir el martirio emblemático que la revolución requería para colocarlo en el panteón de sus héroes''.

Castañeda es acaso el primer intelectual latinoamericano de prestigio que ha documentado lo que siempre han sabido los cubanos mejor informados o menos fanáticos: que Castro dejó morir fuera de Cuba a un Guevara que se le había vuelto inoportuno e incómodo. Y a esa conclusión llegó por honestidad intelectual, pese a los esfuerzos oficiales cubanos por influir sobre su trabajo, que en buena medida se basó en el testimonio de hombres y mujeres que vivieron o lucharon junto a Guevara y que hoy no son más que grises aparatchiks de la dictadura castrista. Desde su perspectiva retorcida, pues, Castro tiene suficientes sinrazones históricas para detestarlo.

Pero lo que detonó la campaña de difamación fue un hecho contemporáneo de repercusiones potencialmente dañinas para el régimen castrista: la estrategia del canciller Castañeda de replantear las relaciones de México, hasta hace poco el mejor aliado de Castro en nuestro hemisferio, con Cuba. Castañeda ha afirmado que con el gobierno del presidente Vicente Fox terminó la era de las relaciones de México con la revolución cubana y comenzó la de sus relaciones con la República de Cuba. En la práctica, esta fórmula ha abarcado un encuentro simbólico entre Fox, el propio Castañeda y opositores al régimen cubano en La Habana; y el recorrido de Castañeda por Miami, bastión del exilio cubano, poco después de la visita oficial a Cuba. Lo que preocupa a Castro es que pueda conducir a una postura firme de México frente a sus sistemáticas violaciones a los derechos humanos.

Aun así, Castro difícilmente hubiera soltado sus mastines contra Castañeda si éste hubiera aceptado mediar para un encuentro, aunque fuera casual, con el presidente George W. Bush o alguno de sus asesores en Monterrey. El dictador busca desperadamente un acercamiento con Estados Unidos que le abra las puertas a los créditos de instituciones mundiales sobre las que Washington ejerce una influencia decisiva. Otros indicios de esa búsqueda afanosa son las constantes invitaciones a congresistas y otras personalidades norteamericanas partidarias de levantar el embargo, las periódicas conferencias de sus compañeros de viaje y tontos útiles para hacer la misma exigencia, la compra en efectivo de medicinas y alimentos norteamericanos y la agresiva invitación al ex presidente Jimmy Carter para que visite la isla cuanto antes. Ya sea porque no quiso o porque no pudo, Castañeda no propició el encuentro que Castro ansiaba y cuya posibilidad lo llevó a la conferencia de Monterrey a última hora.

El dictador cubano sabía de antemano que, como tiranuelo que ha hecho carrera del plañido tercermundista, desentonaría en ese encuentro de Naciones Unidas, donde juntamente se aprobaría una cantidad récord de ayuda financiera a los países pobres y condiciones sin precedentes para otorgársela. Tales condiciones pasan por la democratización y la lucha institucional contra la corrupción y el terrorismo. A ojos vistas se trata de requisitos que Castro no puede aceptar sin desmantelar su vieja tiranía. Sin embargo, hizo el viaje a Monterrey de todos modos porque quería a acercarse a Bush y, en caso de que fallara ese plan, había preparado su tradicional opereta antiyanqui, la cual eventualmente remató con los ataques a Castañeda. Su propósito ulterior es que, ante el previsible acoso de la extrema izquierda mexicana y los priístas resentidos, el presidente Fox lo despida. Y México vuelva a la era de las buenas relaciones con su régimen. La opinión pública mexicana detectó la maniobra y en su mayoría considera que el gobierno cubano preparó el incidente de Monterrey (V. sondeo Reforma, 1 de abril de 2002).

Para Castro y sus secuaces, el despertar del sueño dogmático por parte de antiguos aliados como Castañeda, para no hablar de México, es casi tan peligroso como la rebelión ideológica interna que enfrenta. No es raro, pues, que combata a ambos con similar virulencia. En manos del presidente Fox está el sucumbir o resistir con firmeza la ofensiva mezquina e injerencista de Castro.

© El Nuevo Herald